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Entrevista con Chava Wolf - En la otra infancia

5 de marzo de 2009

Chava Wolf-Wijnitzer es una sobreviviente del Holocausto de Bucovina y, además, es una artista. Sus pinturas y poemas reflejan su infancia, que transcurrió en guetos en Transdniéster la mayor parte del tiempo. Nos acercamos a ella para hablar acerca de su infancia, su vida y sus creaciones. Comenzó por narrar sus recuerdos de la primera infancia.

Nací en 1932, en la ciudad de Wijnitz, Bucovina, en una zona que había sido parte de Austria. Hablábamos alemán, pero eso no se tuvo en consideración a favor nuestro. Nací en casa, donde vivíamos con mis abuelos por parte de mi madre — en aquella época no era común dar a luz en un hospital. En casa éramos cinco: nuestros padres, mi hermana, mi hermano y yo. Con mi hermano nos llevamos dos años y mi hermana es cuatro años menor que yo.

Mi abuelo tenía una casa grande con varias habitaciones. Tenía tres hijas y un hijo, y su sueño era que todos sus hijos vivieran en esa casa, pero nunca se hizo realidad. Vivimos en Wijnitz hasta que cumplí 5 años. Mi abuelo, que era comerciante y tenía dos negocios, quería que mi padre trabajara con él. Como mi padre no tuvo éxito en el negocio, consultó a un rabino, quien le aconsejó que estudiara para convertirse en shojet [matarife de ritual]. Mi padre tenía una hermosa voz. Terminados sus estudios, nos mudamos a un pueblo cerca de Radautz, donde comenzó a trabajar. Vivíamos en la calle Kargela.

Desde que nací, mi madre me contaba cuentos de los hermanos Grimm y también escuchábamos canciones en alemán —escribí un poema acerca de eso—. Mi padre me contaba historias acerca de algún rabí, como Baal Shem Tov [renombrado rabí jasídico]. Así que, en muestra casa practicábamos las costumbres religiosas pero también participábamos de la cultura europea. En 1939, creo, cursé primer grado hasta que me expulsaron de la escuela.

  1. N. del T.: Ceremonia que marca la salida del sabbat.

P: ¿Había otros niños judíos en la escuela?

Unos pocos, pero me hice amiga de una niña que no era judía y que era buena alumna. Ella le dijo a la maestra que yo no escribía en sabbat. Durante una inspección, se puso de pie y preguntó: «¿Por qué Chava Wijnitzer no escribe?», luego de lo cual me dijeron que no podía estudiar allí. Regresé a casa llorando. Mi madre tenía un conocido que habló con el director para que me dejaran volver a la escuela. Me lo permitieron pero no sirvió de nada porque al poco tiempo expulsaron a todos los niños judíos y, además, nos obligaron a abandonar el pueblo y mudarnos a la ciudad. Ahí no teníamos una casa propia y debíamos alquilar. También alquilábamos en Dorshent, pero ahí nos iba bien. Mi padre trabajaba y, aunque no éramos millonarios, no nos faltaba nada.

En la otra infancia - Chava Wolf 

En la otra infancia
Cuentos de hadas alemanes
De princesas mágicas e historias de amor
Y los sábados por la noche, después de Havdalah1
Un relato jasídico sobre los portentos
De algún gran rabí 
Siempre rodeada de amor 

¡Me deportaron a un vacío!
Toda nuestra vida en las maletas
La mano de mi madre me acaricia la cabeza
La mirada de mi padre me conforta 

No más historias de milagros y prodigios
Eso no sucede aquí.
La princesa se arrastra ahora en la nieve,
Mendigando pan y agua.
Con la ropa hecha jirones y los pies, helados.
La princesa con tifus busca un lecho.
No más luz en el castillo
El recuerdo de los cuentos se apagó.

P: ¿Se sentía usted diferente por ser una niña judía en una sociedad no-judía? ¿Había antisemitismo?

El ambiente era antisemita. Los rusos entraron a Bucovina por el norte, en el verano o el otoño después de que murió mi abuelo. [...] Mi tía, que era médica, llevaba una cruz cuando viajaba porque había oído a unos rumanos en el tren hablando de lo que les harían a los judíos. Eran antisemitas, miembros de la Cuza y habían atacado y asesinado judíos. Ya había tenido lugar también el pogromo en Iasi. Vivíamos con temor. Pasamos un año en Radautz, durante el cual no iba a la escuela, hasta que en 1941 empezaron las deportaciones.

P: ¿A qué escuela iba? ¿Qué hacía en su tiempo libre?

Asistía a una escuela pública. No había escuelas judías. En mi tiempo libre juntaba pedazos de tela que me daba la modista para hacer muñecas o coser algo. Aunque mi padre era un hombre religioso, con su barba, también era muy creativo. [...] Me hizo una cama para la muñeca y un ropero, [completo] con pequeñas bisagras. En la escuela, también bordaba ropa de cama [...] Una vez mi padre tejió un suéter y me enseñó a tejer. Mi madre lo hacía tan rápido que nunca pude aprender mirándola. Ella era un ama de casa con un profundo sentido estético. Mis padres eran muy talentosos y él, en cierta etapa de su vida, aprendió a tocar el violín. Era una familia muy creativa. Nos quitaron todo eso. ¿Quién sabe qué podríamos haber llegado a ser?

En cierto sentido, mi propia expresión artística es una compensación por lo que perdí. Con los colores represento la belleza; con los poemas, el dolor.

P: Cuéntenos acerca de la deportación desde Transdniéster: ¿Cómo les notificaron lo que iba a suceder?

Anunciaron que teníamos que prepararnos para la deportación, así que hicimos bolsos con unas largas alfombras tejidas y pusimos ahí todas nuestras cosas, incluso el rodillo que mi madre usaba para hacer pasteles. Le pregunté por qué precisaba un rodillo y me contestó que, cuando regresáramos, necesitaríamos incluso las cosas más pequeñas de la cocina. ¿Por qué? Porque mi madre recordaba que, cuando fueron expulsados de Viena, durante la Primera Guerra Mundial, les dieron una vivienda pero, al final, volvieron a casa. Pensó, por lo tanto que se trataba de otra expulsión, como sucede en época de guerra cuando se acerca el frente de batalla y evacuan a los civiles.

Cuando nos trasladaron, ya casi anochecía. Mi padre salió con una lámpara de aceite y le preguntó al gendarme [guardia] si podía entrar a la casa para tomar su kipá de sabbat. El gendarme le arrancó a lámpara, la estrelló contra una roca y no se lo permitió. ¡Qué humillación! Ese fue el primer golpe emocional.

Después, nos hicieron subir a trenes y mi padre corrió hacia donde se encontraba mi tío abuelo, para que lo llevaran con él. Afortunadamente, no nos trasladaron en los primeros transportes, ya que los que iban en estos fueron masacrados después de cruzar el río Bug. Parece que Dios nos protegió, después de todo.

Nos condujeron a Ataki. Fue una gigantesca evacuación durante la que se reunió a una enorme cantidad de personas que venían de todo el norte de Bucovina. Tengo tendencia a recordar las circunstancias penosas [como un todo] y no los pequeños detalles de los sucesos.

No sé cómo nos arreglamos para cruzar el río. Pagamos para atravesarlo de día porque a la noche mataban más gente. Cuando llegamos al otro lado, dos hombres, que eran judíos, le ofrecieron a mi padre ayuda con las maletas y se robaron todos nuestros objetos de valor. Si hubiéramos conservado algo valioso, lo podríamos haber vendido para vivir de eso durante algunos meses.

[Descripción de la pintura que representa el cruce desde Ataki hasta Moguilev] Mataban a la gente en el río. Estos son los trenes abarrotados. El vagón está flotando en el aire, no va a ningún lugar.

P: ¿Recuerda a los soldados y policías que los vigilaban?

Recuerdo los rostros de los guardias. Daban miedo. En su mayor parte eran rumanos pero había también alemanes. Imagínese verlos con ojos infantiles. Veo mi temor reflejado en sus caras. Es muy difícil para una criatura ver esta clase de cosas.

Lágrimas - Chava Wolf 

Mis ojos lloran
Una gota cae
Llevando adentro dolor
Cuerpos, cuerpos
Amontonados en carros
Aparecen ante mis ojos.
Una niña mira y llora

Personas, niños
No existen más.
Imágenes, imágenes
Horror para presenciar
¿Gritar?, ¿guardar silencio?
¿Debo contarlo?
Y lloro
Todavía derramo lágrimas
Cada día
Cada hora
Por una infancia desvanecida.

P: Cuéntenos acerca de la evacuación desde el gueto, al bosque donde los nazis los obligaron a vivir durante meses.

Nos enviaron al bosque justamente cuando tenía tifus, de modo que no podía caminar. [Vivíamos] al aire libre, bajo la lluvia y la helada. Había miles de personas allí. Mi padre fabricó un refugio con troncos, pero no nos protegía de la lluvia. Como mi tía era médica, la autorizaron a regresar al gueto, desde donde nos enviaba unas pocas papas. Las comíamos crudas, lo que, para ese entonces, no era algo nuevo para nosotros. Un día, un soldado asesinó a una muchacha para mostrarnos lo que le pasaría a cualquiera que atraparan tratando de traer agua del gueto sin autorización.

Durante la deportación, estuve muy enferma y no podía ver ni oír. Mi tía le preguntó a un soldado rumano si podía sentarme en una de las carretas que había traído otro judío. Me dio permiso, pero el judío que estaba ahí me empujó, y faltó poco para que me cayera. Cuando le dije al soldado rumano que estuve a punto de caerme de la carreta, golpeó al hombre. Al llegar al bosque, al atardecer, comencé a arrastrarme por el barro, porque no podía ver. La gente me pisaba las manos. Mientras estábamos en la carreta, alguien me dio un abrigo que conservé todo el tiempo que pude. ¿Qué se puede hacer, cuando no es posible ver ni oír, en un bosque lleno de lágrimas, cuando lo único que quiere la gente es encontrar un lugar para apoyar la cabeza?

Mis padres llegaron más tarde y, cuando preguntaron: «¿Dónde está Chava?», alguien les dijo que había oído a un niña llorando afuera. Mi tía y mi madre salieron a buscarme. Atravesaron el bosque gritando: «¡Chávale! ¡Chávale! ¿Dónde estás?», hasta que una persona que me conocía me levantó y le grito a mi madre: «¡Raquel, Chávale está con nosotros!». Recordar estas historias me ayudó a reunir fuerzas para criar a mis propios hijos.

En el bosque no había nada para comer y cuando un guardia alemán me golpeó la cabeza, la herida se me infectó y me quedé ciega. Mi tía aseguró que no iba a recuperarme a menos que comiera. Entonces mi abuela propuso vender el abrigo que me habían hecho para Rosh Hashanah y, de esta manera, comprar comida. Pero mi madre no estaba dispuesta a hacerlo. Dijo que prefería vender sus dientes de oro, y así sucedió. Fue hasta la alambrada y lo vendió a alguien que no era judío.

Cuando estábamos en Kopaygorod, llegaban todos los días para deportar a un nuevo grupo. Mi tía —Dios la bendiga— nos ayudó mucho. Cada día nos escondía debajo de una manta mientras nuestros padres también se ocultaban. Había deportaciones a diario a diferentes lugares. Un día fuimos descubiertos por un soldado y mi tía lo sobornó. Mis padres recién aparecían cuando había oscurecido.

P: ¿Cuánto tiempo pasaron en Transdniéster? ¿Cuándo y de qué manera se produjo la liberación?

Permanecimos en Transdniéster hasta 1944 y en Mogilev hasta 1945, en un departamento sobre el río. El puente sobre el río había sido bombardeado, de manera que no podíamos volver a Radautz. Solíamos ir con mi amiga a vender cigarrillos y sándwiches a los soldados heridos que habían regresado del frente. Pasábamos por debajo de los trenes, lo que era muy peligroso, pero eso no nos preocupaba en esa época. Así, llevábamos a nuestras familias unos pocos rublos. En 1945 volvimos a casa.

Mi hermano hizo aliyah [emigró] a Israel en 1943 con un grupo de huérfanos a los que los alemanes habían permitido salir en barco. [...] Vivió primero en Kiryat Anavim, cerca de Jerusalén. Más tarde se casó y tuvo tres hijos. Mi hermana se quedó con nuestros padres y terminó sus estudios como ingeniera textil.

P: Usted mencionó que antes de la invasión alemana había una atmósfera antisemita. ¿Cómo los recibieron al regresar a Transdniéster?

Seguía habiendo antisemitismo. Cuando volví ni siquiera recordaba el alfabeto, que debí aprender de nuevo. Durante el Holocausto olvidé muchas cosas menudas. No teníamos camas y dormíamos sobre una tabla. A pesar de nuestra difícil situación, mi madre me consiguió una profesora particular y yo estudiaba hasta las 2.00 o 3.00 de la mañana. Leía libros de historia y otros y logré aprobar el examen para ser aceptada en la escuela secundaria. En ese entonces uno podía empezar la escuela secundaria habiendo completado solo cuatro grados de la primaria. Mientras esperaba el comienzo de las clases, me dijeron que mis calificaciones eran muy buenas, y que si estudiaba un poco más podría cursar directamente el segundo año. Eso hice y empecé la escuela. Teníamos una maestra de matemáticas antisemita y, aunque saqué diez en todos los exámenes, me puso un dos porque me negaba a escribir en sabbat [los sábados también había clases]. Volví a casa llorando amargamente. ¿Cómo era posible que me aplazara habiendo sacado una nota tan alta? Los otros maestros también pensaban que yo no merecía un aplazo y preguntaban por qué me habían puesto un dos.

P: ¿Cuándo decidió emigrar a Israel y por qué?

Cerca de nuestra casa se había abierto una sucursal de Bnei Akiva [movimiento juvenil sionista]. Me uní al grupo y acostumbrábamos a cantar canciones israelíes. Recuerdo, en especial, «La tierra de Israel, mi amada tierra». Entonces decidí que quería vivir en Israel, ya que no quería seguir estudiando en Rumania debido al antisemitismo. Siempre tenía miedo de que me volvieran a expulsar de la escuela.

Por supuesto, mi decisión no hizo felices a mis padres, pero les prometieron que ellos también podrían ir [a Israel]. Era más fácil conseguir tres visas que cuatro. Yo fui a prepararme durante un tiempo a Botoshen, y allí aprendí hebreo. Me enviaron luego a Brashov para recibir adiestramiento como consejera de la juventud, pero al llegar nos comunicaron que debíamos irnos de inmediato. Ni siquiera tuve tiempo de ir a mi casa a despedirme. Mi madre no pudo llegar porque estaba muy débil, pero mi padre fue a la estación del tren para verme antes de mi partida. Me dio un reloj y algo de dinero, y cada uno siguió su camino. Fue una separación de dieciocho años, porque a mis padres no les permitieron salir de Rumania.

Siempre conservé la esperanza de que ellos pudieran viajar a Israel. Mi padre encontraría trabajo y también [podría] rezar en alguna sinagoga hermosa. En cuanto a mí, estudiaría en la universidad como cualquier muchacha normal, pero nada de esto llegó a concretarse. Pasaron los años y mis padres seguían sin poder salir de Rumania, de modo que tuve que sobreponerme y continuar mi vida como pude.

Vine a Israel, finalmente, en 1947, con un contingente de jóvenes, pero al llegar a Haifa nos detuvieron y nos llevaron a Chipre. [En 1947 los ingleses controlaban Palestina y limitaban la inmigración judía.] Una vez más vi alambradas de púas y poca comida. Permanecí en Chipre de septiembre a diciembre. Estaba con mis amigas, la mayor parte huérfanas, que no habían tenido otra alternativa que emigrar a Israel. Yo hice aliyah porque era sionista. Mi madre también lo era y había aprendido hebreo de joven. Quería vivir en Israel y trabajar como maestra en un jardín de infantes.

P: ¿Recuerda cómo la recibieron en Israel?

Había miembros de moshav [tipo de comunidad rural de carácter cooperativo] que no aceptaban nuestro ingreso en la sociedad israelí. [...] Los nuevos inmigrantes no eran bien recibidos. Eso fue realmente malvado. No nos aceptaban en absoluto. Por lo menos yo venía de una familia que se había preocupado por mi educación, pero la mayor parte de mis compañeras eran huérfanas. Debería tratarse bien a los niños que han perdido a sus padres. ¡Qué crueldad! No nos querían oír. Algo parecido sucedió cuando nos llevaron a Transdniéster: los judíos de allí no nos acogían en sus casas.

P: ¿Cómo enfrentó los recuerdos del Holocausto?

En nuestra casa, cuando [solíamos] prepararnos para el sedder [cena tradicional de la primera noche de Pascua] […] ¡Eso sí que era bueno! Mi padre se ponía una túnica blanca y nosotros bajábamos la mejor vajilla de los estantes. Cada persona tomaba su taza y su plato. El abuelo se inclinaba en su silla y después de cada parte de la haggadah [texto ritual de Pascua] tarareaba. Después continuaba leyendo la haggadah. Han pasado sesenta años y no he olvidado esa música.

Durante mi juventud en Israel, cada vez que se aproximaban las fiestas, lloraba y me preguntaba por qué había dejado a mi familia. Me habían dado un rifle para custodiar el recinto, así que, una vez más, tenía miedo.

El Holocausto volvía en mis sueños. Soñaba que no podía respirar, que me estaban estrangulando. Pintar ha sido para mí mejor que cualquier tratamiento psicológico.

Describa su vida en Israel.

Cuando dejé el grupo de jóvenes con los que emigré, me preguntaron adónde iba a ir. No quería ir a un kibbutz [comuna agrícola de propiedad colectiva] porque pensaba que mis padres llegarían pronto, así que me enviaron a una casa de pioneros en Haifa, donde trabajé como ama de llaves. Me alegraba de que mis padres no pudieran verme haciendo esas tareas. En nuestra casa, nunca había tenido siquiera que lavar los platos. Una vez que hube reunido cuarenta liras, decidí dejar esa ocupación. Una joven francesa me sugirió que empacase naranjas en el puerto y trabajé allí un corto tiempo, hasta que conseguí un empleo en una tienda que vendía quesos. Los dueños me trataban como a una hija y, mientras tanto, yo continuaba esperando que mi familia pronto pudiera reunirse conmigo. Después que me separé del grupo de jóvenes, fui dos veces al puerto, cada vez que llegaba un contingente de Radautz, a esperar a mis padres.

Conocí a mi marido, Shimi, en la boda de una amiga. Me casé a los veinte años y medio. Él es un sobreviviente del Holocausto, de Transilvania. Nos mudamos de Haifa a Jaffa y decidimos fundar una familia. Un año después de nuestro casamiento ya teníamos una hija. Si hubiera podido saber cómo serían las cosas, ¿habría venido a Israel sin mi familia? Primero vivimos en Jaffa en un cuarto, después en dos y más tarde nos mudamos a un complejo de casas subvencionadas.

Comencé a estudiar y tomé clases de inglés con un profesor particular. Cuando oía a alguien decirle a un niño qué debía hacer, añoraba la época en que mis padres lo hacían conmigo, pero tuve que tomar decisiones por mí misma. Trabajamos mucho para establecernos y poder mudarnos a un departamento más grande, de manera que nuestros hijos pudiesen aprender a tocar el piano e ir a la universidad. No sé cómo logré encontrar la fortaleza necesaria. Me parece que me vino de mis padres, del amor que me dieron y de todo lo que hicieron por mí.

P: ¿Qué sucedió con sus padres y su tía?

Cuando, por fin, [dieciocho años más tarde] mis padres vinieron a Israel, ya eran mayores. Yo pensaba que vivirían eternamente. Nunca quise preguntarles sobre nuestras experiencias en Transdniéster. Durante años, después que murieron, tuve una foto de ellos guardada en mi ropero. Fue como si creyera que, mientras no los viese, todavía estaban vivos.

Mi tía estudió medicina antes de la guerra y tuvo que mantener a la familia. Nunca se casó. Emigró a Israel y fue una visita asidua en nuestra casa, ya que era una pariente cercana. Teníamos un negocio que vendía ropa, y, los viernes, como no trabajábamos, la llevábamos al mar a tomar un café y comer algo.

P: ¿Cuándo comenzó a compartir sus recuerdos con su familia? ¿Fue anterior a su iniciación en la pintura?

Empecé a pintar y a escribir al mismo tiempo. Cuando hice la primera exposición de mis obras y mis hijas oyeron los comentarios sobre ellas, pude comenzar a compartir mi historia. ¿Sabe usted lo importante que fue para mí, como madre, sentir que mis hijas apreciaban tanto a mi trabajo como a mí? Hoy dicen que su madre es una artista talentosa. Yo necesitaba sentirme valorada después de tantos años de no serlo. Ellas me preguntan si me hacía falta un certificado en la pared. Parece que sí. Cuando firmaron el libro de huéspedes en la exposición y leyeron las observaciones de los críticos, estuvieron muy orgullosas de mí. Ese fue mi certificado.

Durante años me reservé mi historia. Si la hubiese contado, me habría resultado imposible continuar viviendo. Yo deseaba criar a mis hijos en un entorno normal, si bien eran bastante sensibles. Mi marido tampoco contó su historia. Yo sé lo que pasó durante el Holocausto porque a veces hablaba acerca de eso, aunque nunca con los niños. No quería entristecerlos o producirles dolor. Si hubiéramos contado nuestras experiencias, no podríamos haber hecho lo que hicimos y yo no hubiese sido capaz de construir una familia ni de enviar a mis niños a la escuela. Mi hija mayor es dietista clínica y mi nieto está ahora escribiendo una disertación para obtener un doctorado en Filosofía en Estados Unidos. Esto es lo que logré callándome, pero el silencio afectó mi salud y mis sueños nocturnos. Guardar silencio no fue gratis, mucho menos durante sesenta años.

P: ¿Cómo explica su proceso creativo? ¿En qué se origina su creatividad?

No tengo una idea definida antes de pintar. No sé qué es lo que estoy comenzando. De pronto, veo una niña feliz con alas. Yo era una niña feliz que quería aprender, bailar y cantar. Cuando abro los ojos, veo un mundo hermoso, árboles, flores... Cuando los cierro, vuelvo a ser una niña y estoy de nuevo allí, todavía tengo tifus y siento dolor, todavía recuerdo de qué manera destruyeron nuestro hogar. Vivo en dos mundos. No porque haya hablado desapareció el dolor... No, sigue estando ahí. Me siento feliz y agradezco a Dios por poder hacer cosas: comprar una computadora, coser vestidos para mis nietas o hacerles a los chicos disfraces para Purim. Siempre recibí a mis hijos con una comida caliente cuando llegaban a casa.

P: Usted pinta con colores intensos. ¿Qué significa el color para usted?

Estoy obsesionada por el color. Necesito ir dos veces por semana a la ciudad y acercarme al mercado al aire libre para ver muchos colores. Cuando veo una tela que me gusta, la compro. Si veo un lindo bolso, también, y lo que me hace decidir son los colores. Siento una gran atracción por ellos, tal vez debido a lo oscura que era mi vida de aquel entonces. Cada vez que cuento mi historia me veo otra vez ahí y soy la misma niña de antes. Si puedo pintar con esos colores es porque todavía soy optimista. Escribo en negro sobre blanco, pero pinto con colores y, así, oculto mi dolor.

P: ¿Cuándo sintió que podía referirse a usted misma como artista?

Mi amiga Sarah Steinberg fue la que me salvó, alentándome a comprar grandes telas y a sacar las pinturas de mi casa y exhibirlas. Yo tenía miedo de dibujar las figuras más grandes, como si en mayor escala fuesen más amenazadoras.

Miedo

No he dicho todo aún, 
Está guardado dentro de mí, no diré todo;
Algo aprieta mi garganta, 
El miedo de abrir una ventana.

La ventana está abierta; se percibe bien la negrura.
La luna aparece brillante y redonda.
Mi alma se encoge
Asaltada por el miedo,
No puedo gritar,
No quiero gritar, ¡me ahogo!

Este es el demonio nazi que entró en los bosques. Venía a caballo. Hice su boca como un agujero negro y los ojos no son «normales». Solía aparecer, con esos ojos celestes y fríos como el hielo, y mataba gente porque sí. Tenía botas de cuero brillantes. Fíjese cuántos ojos dibujé, o bien ningún ojo [hay dos versiones: la pintura es un díptico]. Y la boca... Cuando la abría daba miedo porque siempre gritaba. El sol aquí es triste. También dibujé flores; supongo que yo quería ver flores. En el invierno de 1941 hizo 41º Celsius bajo cero. La gente moría congelada y todos los días pasaba una carreta a recoger los cadáveres. Era aterrador.

¿Ve el golpe que recibí? Una niña normal con un hermoso vestido... Tengo ruedas, como si nuestras vidas fueran rodando de un lugar para otro con paso tambaleante. En vez de manos tengo alas, como si quisiera volar.

P: Después de lo que pasó, ¿cómo describiría usted el proceso de reconstrucción de su vida?

Se necesita que haya algo en la vida a lo que regresar. Tenía un manojo de fotos de mi familia que más tarde traje conmigo a Israel. No sé cómo me las arreglé para conservarlas durante el Holocausto, ya que [en ese entonces] tenía solo nueve años. A esa edad las nenas ya miran a los niños, y había uno que me atraía y al que tenía muchos deseos de volver a ver. Con respecto a esto, recuerdo lo que escribió Viktor Frankl acerca de que hay que aferrarse a algo para sobrevivir, y eso da fuerzas para continuar.

P: ¿Qué mensaje tiene usted para nuestros jóvenes lectores?

Me interesa destacar la importancia del Estado de Israel para nosotros, en especial, para aquellos de nosotros cuyas vidas, sueños y todas las cosas bellas de nuestra existencia nos fueron arrebatadas. A pesar de eso, soy optimista. Todavía creo en el sionismo. Cuando hice una exposición en Beit Hatanaj, en Tel-Aviv, les escribí a muchos funcionarios y los invité a visitarla. Quiero que los demás oigan, quiero contarles lo que pasamos para que no permitamos que vuelva a suceder. Pienso que somos una nación optimista. Es un hecho que somos una nación milenaria. ¿Cuántos pueblos desaparecieron en el curso de la historia? Tenemos la obligación de recordar y de contárselo a nuestros hijos, así como relatamos la historia del éxodo.