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La deportación a los campos de exterminio

Los judíos recibían la orden de reunirse y traer sólo unas pocas posesiones. Eran hacinados en vagones de ganado sin ventilación, agua o comida y permanecían encerrados durante días enteros hasta la llegada a los campos de exterminio. Muchos morían en el trayecto por las condiciones que reinaban en los trenes.
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La orden de iniciación de la «operación» era entregada al Judenrat de forma sorpresiva, sin ninguna notificación previa, a menudo durante la época de festividades judías, cuando disminuía la sensación de alerta de las víctimas.

La ejecución estaba a cargo de fuerzas policiales locales y la policía del orden judía debía participar en las redadas. Los judíos debían concentrarse en lugares de reunión fijados de antemano, por lo común cercanos a una estación de trenes, portando algunas pocas pertenencias que les era permitido llevar. Durante la «operación» todo aquel que no cumplía con la orden de presentarse o no caminaba con la premura requerida, era fusilado. En la estación, los deportados subían a vagones de carga carentes de ventilación, instalaciones sanitarias y agua y viajaban terriblemente hacinados. Los furgones se cerraban herméticamente y la travesía podía demorar varios días. La falta de agua y alimento causaba la muerte de muchos.

La maquinaria de exterminio empleaba todo tipo de subterfugios y engañifas para confundir a las víctimas. A los judíos de Polonia se les explicó que «elementos excedentes, desocupados» eran enviados a trabajar al Este, y a los de occidente que eran despachados para su reasentamiento en el Este. Las acciones comenzaban súbitamente golpeando a ciudades y pueblos, prolongándose por varios días o semanas. Al principio eran deportados los más débiles: los pobres y los refugiados. Los restantes vivían con la ilusión de que podrían salvarse. Luego de la primera expulsión, venía la siguiente, hasta la liquidación total.

La reacción de los judíos estuvo condicionada por algunos factores fundamentales: en los meses y años que precedieron al exterminio, los nazis hicieron todo lo posible para debilitar a sus víctimas, tanto física como moralmente. Trataron de minar su fuerza de voluntad, despojarlos de su dignidad humana, destruir sus instituciones comunitarias y aislarlos del mundo exterior. De tal modo que, el hambreamiento sistemático y la muerte que acechaba en cada rincón minaron la capacidad de reacción de las masas apiñadas en los guetos y de sus posibilidades de reunir fuerzas. Lo único que ya les importaba eran las preocupaciones del presente inmediato: salvar a sus seres queridos, conseguir un pedazo de pan para mantener el cuerpo ávido de calor y alimento. La catástrofe se desmenuzó en un sinfín de tragedias personales y de una terrible impotencia colectiva.

Al producirse las operaciones, los judíos sufrían una conmoción que les impedía toda posibilidad de organización y defensa en amplia escala. Las noticias de la existencia de campos de muerte eran recibidas con escepticismo y desconfianza. La simple lógica y el sentimiento humano se negaban a aceptar la posibilidad de su existencia. Los nazis lograron confundir a sus víctimas hasta el último momento.